Francisco Vejar*




Raúl Ruiz

Versos De Un Cineasta

Casualmente me encuentro a Raúl Ruiz en Pedro de Valdivia con Providencia. Después del saludo de rigor, partimos al Lomit’s cercano. Nos sentamos en la barra. Yo pido una copa de vino blanco y él una garza. Me muestra un cuaderno de croquis, donde apunta poemas y notas para sus películas. Habla de una escena donde un párroco sube a un micro y se pasea por el pasillo, bendiciendo a los pasajeros que en su totalidad dialogan por celular. “Es un reflejo de Chile”, me explica. Esto me trae a la memoria una anécdota contada por Patricio Manns. A principios de 1972, Ruiz lo invitó a presenciar el rodaje de un filme. Para sorpresa del cantautor, vio aparecer a Nelsón Villagra a caballo y desnudo, con una garrafa de vino en sus manos entrando al mar. “Con esta secuencia simbolizo ‘la revolución a la chilena’”, fue la justificación de Ruiz.
En el restaurante de Providencia le pregunto si es cierto lo que dice el poeta Armando Uribe, en cuanto a que escribía un soneto perfecto en menos de cinco minutos. Me contesta que sí. Queda un minuto en silencio y recita de memoria un soneto de Guido Cavalcanti, en el italiano original.



A Raúl Ruiz se le reconoce desde lejos; es alto y de paso cansino, macizo de contextura. Un caballero de la vieja estirpe criolla. Cuando está en Chile, suele caminar por Miguel Claro y Pedro de Valdivia. Va silencioso, pero en los bares prefiere departir un vino blanco con algún amigo. Es asiduo del restaurante El Parrón de Providencia. Le queda a pocas cuadras del departamento de su madre, ubicado en la calle Huelén. Ya murió su padre, capitán de la marina mercante, a quien le dedicara su cinta Las tres coronas del marinero (1982). Ahora su madre vive sola junto a su empleada de toda la vida. “No la he podido convencer de que se vaya a vivir con nosotros a París”, comenta amargamente Ruiz. Por ella viene constantemente a Chile, pero le gusta pasar inadvertido. Odia que se entere la prensa, sobre todo ahora, que es el desaguadero de la farándula.

Pero esta crónica, en realidad, se remonta a 1996, varios años antes de este encuentro fortuito.

Fue gracias al poeta Manuel Silva Acevedo que conocí a Ruiz en un plano más personal. Es su amigo más fiel aquí en Chile. Con Ruiz se conocen desde que este último estaba de novio con Valeria Sarmiento, también cineasta. Ruiz le dijo a ella: “Si te casas conmigo, seré declarado ‘Hijo Ilustre’ de Puerto Montt”. Allí estuvo Manuel en la celebración del joven matrimonio. Pero tuvieron que pasar bastantes años para que, en el verano de 1994, Ruiz fuera declarado ‘Hijo Ilustre’ de la ciudad fluvial. La ceremonia oficial incluyó una retrospectiva de su cine y los discursos de siempre.

El lugar escogido para presentarme al realizador fue el restaurante Lancelot, y a la cita también acudieron Silva Acevedo y Enrique Volpe. Ruiz habló de Marcelo Mastroianni, Catherine Deneuve o de narrativa chilena, que constituía el tema predilecto de Volpe. El sueño de Volpe era que su novela Responso para un bandolero, entonces todavía inédita, fuera llevada a la pantalla grande por Ruiz. El cineasta nunca mostró reticencia, pero tampoco mayor interés. Se reía amistosamente de las costumbres de Volpe, quien escribía con una pistola encima del escritorio y en todo momento portaba un arma de fuego. Pero Ruiz fue el centro de la atención. Era genial. Hablaba de Kant y Pedro Vargas en un santiamén, por dar un ejemplo entre varios otros.

Ruiz llegó a Santiago hacia fines de abril en ese año de 1996, justo después de la muerte de Jorge Teillier. La noticia lo sorprendió en París; le traía de regalo las Obras Completas de Francis Jammes, ya que sabía de su devoción por el autor francés. De verdad sintió la pérdida, fueron amigos durante muchos años.

La reunión en el Lancelot me dejó gusto a poco y entonces apareció Enrique Volpe con la excusa perfecta para volver a verlo: le pidió si podía darme una entrevista para la revista de cultura de la Embajada de Italia. “Tiene que ser pasada las seis de la tarde”, me dijo Ruiz por teléfono, y yo acepté gustoso. Le conté que a esa hora, en el día señalado, iba a pasar por la exposición de fotografías de Jorge Teillier, montada en el Salón de Honor de la Universidad de Chile. “En ese caso voy por ti a las 18:45 horas y aprovecho de ver las imágenes”, concluyó Ruiz, sin decir más. Nunca pensé que llegaría. Pero estuvo puntual. Nos fuimos al bar Indianápolis, ubicado a metros de la casa central de la Universidad de Chile. Es un lugar de tránsito, al que concurren personas de diversos mundos. Lo constituye una barra y mesas a los costados, con sus respectivos espejos. Tiene el aspecto de un MacDonald, si en ellos se vendieran bebidas alcohólicas. Hallamos una mesa vacía en el centro del local. Llegó la garzona y Ruiz pidió un vaso de whisky. Ella le preguntó: “¿De qué marca lo va a querer?”. A lo que sentenció, elevando la voz: “¡Un Chivas Regal en homenaje a Salvador Allende Gossens!”.



Criollos En París


Desde la adolescencia fui cinéfilo. Siempre que había una retrospectiva de la ‘Nueva Ola’ del cine francés, no me la perdía. Y para qué hablar de las películas de culto chilenas; por entonces, Valparaíso mi amor (1969) de Aldo Francia, o El chacal de Nahueltoro (1969), de Miguel Littin. Estoy hablando de los ’80, cuando el apagón cultural era más denso que el smog de hoy. Años más tarde, luego de ver en el cine la película de Ruiz Tres tristes tigres (1968) –filme dedicado a Joaquín Edwards Bello, Nicanor Parra y al glorioso Club Deportivo Colo Colo–, conocí a Germán Arestizábal, dibujante surrealista y amigo del cineasta. Por él me enteré de las anécdotas que vivieron juntos en París. Decía que lo llamaba a cualquier hora y lo hacía actuar en sus largometrajes. Lo hizo representar un papel secundario en una escena de Diálogo de exilados (1974). Germán mantenía una conversación con un marroquí en una oficina de extranjería. Este último le preguntaba en francés: “¿Eres de Chipre?”. Y él respondía: “No, de más lejos”. Y bebía constantemente vino tinto chileno de la misma botella. Lo divertido fue que el marroquí no aceptó vino mientras filmaban. Pero una vez terminada la actuación, ya en los pasillos, le pidió la botella y la vació de un solo trago, aunque venía de su país donde el alcohol es visto como una herejía.

Germán estaba casado con la costarricense Ana María Dueñas y compartieron su departamento de La Ciudad Luz con Ruiz y Valeria Sarmiento. París parecía una fiesta y un respiro donde reconstruir parte de su identidad chilena. Allí se encontraron un día con el mítico poeta Molina Ventura, quien decía haber tenido encuentros secretos con Nadja, la misma que describiera André Breton en su famosa novela que lleva por título el nombre de ella. Finalmente lo bautizaron como ‘Le Petit Hemingway’. Molina se sintió distinguido y pidió que lo invitaran al Café Flore para celebrar.



Los Mendigos De La Literatura


Por entonces Ruiz ya había filmado La vocación suspendida (1977), basada en una novela de Pierre Klossowski, con quien llegaron a ser amigos. Y La hipótesis de un cuadro robado (1978), inspirada también en una idea de Klossowski. “Me interesó –aclara Ruiz– porque me recordaba querellas políticas chilenas: era una manera de referirme a ellas sin hacerme problemas”. Claramente su influencia principal son los libros. Con él, más que con ningún otro cineasta latinoamericano, se produce la presencia del escritor como autor de películas. Como tanto lo quiso el novelista Francis Scott Fitzgerald, en su frustrada época de Hollywood; o como lo planteó abiertamente su compatriota Gore Vidal, para quien el verdadero arte en los filmes es obra de los guionistas.

Desde detrás de su vaso de whisky en el bar Indianápolis, Ruiz puntualiza:

“A estas alturas puedo afirmar que nunca dejé de escribir. Empecé con poemas a los siete años de edad. He seguido componiendo teatro y por un tiempo me dio por escribir novelas. Armé una historia que sigo hasta el día de hoy, pero que será póstuma. En la mayoría de las películas que hago, primero escribo una novela que después adapto; en otras escribo un libro de poemas. En el caso de La ciudad de los piratas, lo hice; también en Las tres coronas del marinero escribí una serie de poemas. Los poemas tienen una función práctica en el cine, que es la de ligar más libremente las imágenes, para provocar asociaciones que no tengan funciones exclusivamente narrativas; digamos, para crear una tensión poética en escenas que no tendrían por qué tener esa tensión, y que se le agrega con esta especie de presupuesto teórico que es el poema.”

A comienzos de los ’80, en París, solía animar las reuniones de amigos leyendo sus sonetos, realizados con un apego estricto a las formas clásicas. Finalmente los publicó. Por entonces rodaba El techo de la ballena (1981), donde rinde tributo a Herman Melville, entre otros autores. El océano también posee poética, y Ruiz la supo capturar. Dicha sensibilidad se la transmitió su padre cuando niño. No en vano su progenitor y un grupo de amigos lo apoyaron económicamente para que produjera su primera cinta. Su recompensa fue ver acompañado por su hijo Las tres coronas del marinero. Con alguna nostalgia, el cineasta arguye acerca de esa cinta:

“¿Quién era un capitán de buque antes? Era alguien que sabía, como decían los viejos marinos, mirar la cara del océano y así enterarse si estaba de mal genio. No necesitaba de radar ni satélite. A ellos los quise homenajear. Ahora todo está decidido por comités y computadoras y el capitán no tiene nada que hacer. Es un burócrata más: el inspector que cobra los boletos de los trenes”.

Quedó en silencio tras la remembranza. Con el paso de las horas, el Indianápolis empezó a recibir nuevos visitantes: artesanos, prostitutas, obreros y gente de paso. El ambiente se tornó espeso. En la barra vi bebedores fuertes, con otros códigos de conducta. Me di cuenta que no debía mirar hacia las demás mesas, si no quería tener problemas. Entre las luces, recién encendidas, de la Avenida Libertador Bernardo O’Higgins, apenas divisaba la estatua de Andrés Bello.

Ruiz prosiguió como si nada, ensimismado:

“Todo lo que escribo en francés posee algo de pastiche, de parodia, y son un poco en broma. En castellano son derechamente bromas, aunque de otra manera. Sin embargo, al ver las dificultades de mis amigos escritores, poetas sobre todo, decidí no seguir por ese camino y buscar una forma de ganarme la vida, que fue haciendo películas. Era un modo de sustituir las letras, sin perder mi capacidad creativa. Un mendigo o marginal del cine está en mejor situación, digamos económica, que un Premio Nacional de Literatura”.

Pedí otra ronda, mientras lo escuchaba hablar de China. Decía que ese país le provocaba una añoranza especial, más aún, sería el único en el cual se siente en su casa. Lo encuentra parecido a Chiloé. “Yo no tengo una cara particularmente oriental, pero en ese país me reconocen como chino. ¡Hasta me preguntan direcciones!”. Mi desconcierto era mayúsculo, porque yo en verdad le había preguntado cómo veía a Chile. Pero a Ruiz le encantan los laberintos, embromar a sus espectadores y convertirse a sí mismo en un mito. No me dio tiempo para recuperarme, cuando de nuevo contraatacaba:

“El país ya no el mismo que conocí. Hay un aire de caducidad psíquica que corroe a Chile de punta a punta. La realidad nacional pareciera amortajar a su gente. Y continúan falleciendo muchas personas. El otro día un amigo me decía que desde hace algún tiempo es necesario consagrarse a los funerales por entero. Esta mañana me dijo otro amigo: ‘Acá me lo he pasado de un estreno a un funeral, y de un funeral a un estreno’. Es cierto, el país está haciendo el duelo de la dictadura a través de sus muertos. No se debe a que hayan más fallecidos, sino a que los funerales adquirieron un valor teatral restado a la vida. Antes la teatralidad chilena estaba en la Plaza de Armas, en la Quinta Normal, en las manifestaciones políticas, en los discursos de los políticos. Ahora éstos parecen muñecos a cuerda. Yo creo que dejaron el cuerpo y están viviendo en Europa.

Ya casi no hay bares, pero en los tiempos en que yo estaba en Chile, sobre todo en la época del Il Bosco, había más gente inteligente en los bares que en las universidades, practicando un espíritu universal para examinar todas las disciplinas. Algo inexistente en las universidades chilenas. En mis pocas incursiones en ellas, lo único que percibí fue esa extraña convicción del Chile gris y profundo en que nada es auténtico si no es aburrido. Desde la perspectiva universitaria, el aburrimiento es la condición verdadera”.

Luego de despedirme de Ruiz recordé a mi padre y sus amigos. Ahora la mediocridad es tan grande y todo está previsto… ¿No es cierto, Raúl?








* (Viña del Mar, 1967). Poeta, antologador, critico literario. Actualmente, dirige el taller Villarreal. Ha publicado Fluvial (1988), Música para un álbum personal (1992), Continuidad del viaje (1994), A vuelo de poeta (1996), Canciones imposibles (1998), País insomnio (2000), El emboscado (2003) y Bitácora del emboscado (20059. También ha sido seleccionado en diversas antologías, tanto en Chile como en el extranjero. Fue coordinador del libro El Molino y la Higuera y seleccionador de textos de Hotel Nube, En el mudo corazón del bosque y Lo soñé o fue verdad del poeta Jorge Teillier. Asimismo, en 1999 edita la Antología de la joven poesía chilena. Más tarde. En 2002, publica Georg Trakl. Homenaje desde Chile en coautoría con Sven Olsson y Armando Roa Vial. Sus poemas han sido traducidos al inglés, italiano, catalán, portugués y croata.