Julián Herbert






(Acapulco, México, 1971) Es autor de los libros de poemas El nombre de esta casa (1999), La resistencia (2003), Autorretrato a los 27 (2003) y Kubla Khan (2005). Publicó también la novela Un mundo infiel (2004) y el libro de cuentos Cocaína (manual de usuario) (2006). Es vocalista del grupo de rock Madrastras.


Parábola

para Eusebio Ruvalcaba

Mónica y yo escapamos de los nazis por los pelos
esto lo supe tarde porque
cuando empezó
ya estábamos en el sótano
buscando entre los viejos hacinados a mi madre (todo era
muy judío y –previsible/extrañamente– yo judío junto con todo)
su cara de india potosina deslavada por la
prostitución o por la osteoporosis
hasta que un San Francisco me informó muy solemne
que mi madre había muerto a mano de los nazis
por puta por judía por india malhadada
a trancos ascendí los escalones del refugio
pero de cobardía: todo ese tiempo supe
que la salida no daba hacia la guerra
que la guerra
se había cancelado con un muro del fondo
en cambio lo que vi fuera del
sótano era un huerto
o un huerto y un jardín y a lo mejor un bosque
en todo caso vegetales tasajeados por la luz del invierno
zumbantes ramas entre las que corrí
llorando claro pero igual
que un personaje: con la mano derecha
cubriéndome los ojos (pensé: ¿será
deveras esto mi dolor? ¿el césped rubio de una
inconexión –la cresta de su lumbre la felpa
de su filo? pensé: yo que bajé a la mina
y aprendí a castrar diamantes
pensé: serán mañana vino o muladar sus huesos)
al final del jardín el huerto el bosque
di con un escalón natural de caliza
una malformación quizá un altar y encima
cabezas nuevamente de judíos
llorando
(con la mano derecha en la cara por supuesto)
rezándole a sus muertos con el odio
hundido entre impurezas de cerdo que agobiaban
la sacra indistinción de la mojada piedra
recordé a la india muerta osteoporosa de mi madre
la puta o potosina
y me incliné a rezar también pero mi idioma
era siempre distinto al de ellos: no había modo de
salvarme
mas siendo yo un legítimo judío (como lo demostraban
el sótano los nazis mi dolor) decidí
no sé si de manera ridícula o innoble
imitar la oración: yahweh elohay bkaa chaaciytiy
howshiy ´eeniy mikaal rodpaiwhatsiyleeniy
agarrado al altar (que a tanto grito y llanto
se había vuelto ya un montículo de arena)
cuando una mano entonces (al principio pensé
que sería San Francisco
mas –previsible/extrañamente– se trataba
del rabino) la mano del consuelo
me azotó con desprecio la nuca y
me increpó: “deberías aprender del italiano
que en lugar de ponerse a llorar el primer día
se tomó todo un año para memorizar
el libro entero” –y me lo señaló: era un
barbudo profesor de matemáticas
sin un rasgo semita pero de hebreo perfecto
que desde cierta altura escandía los salmos
con el talante irresistiblemente abyecto
de un ligero tenor / el italiano
bajó de su curul (o sea la simple roca) y
–como hacen
los mejores maestros de álgebra– explicó
sin rabia ni alegría
que el agua es como un pulpo si la tocas en sueños
y que el puro sonido también sabe
como tiene sabor –aunque a silencio– la boca sin manjar
“ahora voy a rezar por el cadáver de una niña de mi pueblo”
me ordenó
(alguien puso en mi mano la charola con copas)
“y tú vas a danzar al ritmo de mi llanto
sin verter una gota hasta que el vino
o el muladar o el hueso de tu madre se consuma
y descubras que el dolor
el dolor de santidad que cicatriza
no radica en la oración
sino en el baile”


Suburbio De Una Bala


Mónica:


1.- Debiste conocerme un poco antes,
cuando tanta cocaína, tanto
idílico subsuelo me volvió por un tiempo
un amante mediocre.
Placeres que partían la memoria de la piel
como quien parte una nuez al apretarla
en el puño con otra. Una vaga
aspirina de dolor.

Debiste conocer esos rígidos murmullos,
mis médulas marchitas, la arritmia
como niebla. Un monje atravesado
por su hombría de coraje y Nembutal.

Te hubiera hecho el amor
desde una pústula. Sabrías
(y yo a través de ti, tocando con
mi mano kerosén el espesor
de los jaguares)
que hasta el arrobado gozo
viene de malos sentimientos;
no generosidad sino
reconciliación.

Lástima que no baste con decirlo
(y por eso al escribir
la confesión es el suburbio de una bala que atina
y por eso la poesía es la grieta
menos visible de nuestras urnas funerarias)
para volver redondo el viaje del deseo
al valle de los muertos.

Redondo: una esfera de epifanía
y odio
en la que desnudarte fuera un símbolo de mí.


2.- Solo amo a las desconocidas.

[Confesión, suburbio de una bala:
“vuélvete, paloma,
que el ciervo es un lucero de amarillas espinas,
él mismo su safari de esplendor carnicero,
su mística gavilla de francotiradores.
Vuélvete, que están tirando al aire
ahora que no queda ciervo en pie”.]

Lo descubrí a los treinta, con mi segunda esposa.
Estaba en esa puerta, riéndose,
húmedo aún su cabello hasta los hombros.
Llevaba una blusa verde
de la que siempre estuvo orgullosa
porque yo la mencionaba en un poema.

La miré y
me di cuenta de que ya no la quería.

[“Fue que, a fuer de acariciar, las líneas de su mano se volvieron
sagradas, intratables.”

“Fue que, de tanto ir hacia adentro, se derramó de mí.”]

Fue una cosa vulgar: la engañé
con dos mujeres, me gasté su dinero.

Unos meses después
me envió dentro de un sobre de papel manila
su blusa hecha jirones.

Yo había escrito
una cesta de mimbre para guardar tus ojos,
tu blusa verde, tu voz que es el jardín
donde camino en sueños [...]
para que siempre que te asomes
a este pedazo de papel
brilles como una estrella caída en el estanque

Caída.
Caída.
Mira:
vuélvete,

que están tirando al aire.




ENVOI
teoría de la recepción


“Aherrojado contigo
en el suburbio de una bala”: dije algo así
por preguntarte si querías bailar.

Ay, los poemas del fin del mundo,
cochambrosos porque un filósofo alemán
se adornó las rasgadas vestiduras con cráneos de judíos,
porque un poeta judío se ahogó entre la bruma,
muy lejos del mar.

Miscast: siempre vamos al teatro a ver Las nubes
con los broches de Yocasta en un bolsillo,
por si acaso.