Luis Chávez




(Costa Rica, 1969) Publicó El anónimo (Guayacán, 1996), Los animales que imaginamos (CONACULTA, México, 1998), Historias Polaroid (Perro Azul, 2000), Cumbia (Eloísa Cartonera, Argentina, 2003) y Chan Marshall (Visor, España, 2005) y Asfalto (Perro Azul, 2006). Con el libro Los animales que imaginamos ganó el “Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz 1997”. El libro Historias Polaroid obtuvo mención como uno de los tres finalistas en el Premio Internacional de Poesía del Festival de Poesía de Medellín 2001 y Chan Marshall le valió el “III Premio Fray Luis de León”. Publicó también la Antología de la nueva poesía costarricense (Línea Imaginaria, Ecuador, 2001). Fue coeditor de la revista de poesía joven latinoamericana Los amigos de lo ajeno.



El Perro De Los Vecinos

El perro de los vecinos mordió una vez al dueño. Lleva tres años encadenado al portón del garaje. Hoy volví de noche y vi ese bulto negro dormir con los ojos abiertos.

Venía de verte después de varios meses de incomunicación. Mentí cuando hablé de progreso, como antes mentía sobre la fidelidad. En la mesa contigua había más cervezas que personas y en la nuestra, cuando te inclinabas, me cegaba desde atrás un reflector.

Ahora pienso en la mirada hueca del que ya no es una mascota y en que no soy peor que mis vecinos.

Un día voy a liberar a ese perro. Un día seré yo el del resplandor en la cabeza.





Traducción Libre De Un Tema Inédito De Chan Marshall

i


Arrancaron la hiedra.
De raíz. No les fue fácil, sin embargo.
Emplearon podadoras,
palas y guantes para no lastimarse.
Esa hiedra que tardó años en cubrir
la pared al fondo del patio.
Aferrada al concreto, parecía resistirse.
Era su territorio.
Si hubiera podido hablar
no lo hubiera hecho,
habría gritado,
no hubiera perdido el tiempo
en hacerlos entrar en razón
porque el objetivo de esta mañana
era cortarla, ver la pared lisa, perpendicular.
La hiedra dejó marcas
como huellas de ave pequeña,
similares a las que dejan en la arena
los pájaros marinos.

Tenías dieciséis en esa foto,
atrás la hiedra crecía como un cáncer.
Sin simetría, con determinación.
Dieciséis y ya sabías
lo que las manos no alcanzaban,
lo que era tu nombre escrito en tinta china,
lo que era una canción repetida hasta dormir,
despertar con ella.
Sabías de esta ciudad de tullidos,
obesos y descompensados,
condenada a la pequeñez.
La hiedra nada sabía de eso
pero crecía detrás tuyo
en la misma foto
donde aún tenés dieciséis
y ya la pared está totalmente verde,
cubierta por la hiedra que no sabe
lo que nosotros sí.
Por eso pueden cortarla de raíz,
con esfuerzo pero con éxito.
Al sol le da lo mismo,
igual cae directo sobre la pared
donde no está tu sombra.
Ni la hiedra.


ii

La lluvia sobre tu nombre
escrito con tinta china, ¿recordás?
Empezó a correr sobre el papel,
sin simetría, con voluntad propia.
Como lo haría una hiedra en la pared
donde alguien hubiera podido tomar una foto
a la niña de dieciséis,
que ya no era niña,
obsesionada con la palabra deformidad,
dormida escuchando la misma canción
que ya es difícil precisar de dónde proviene
si de adentro o de afuera
yellow hair / you are such a funny bear
Y las cosas que crecían sin saber nada de esto.
Durmiera o no la niña, crecían, como el cáncer.
La hiedra también.
Entonces el nombre se convertía en otra cosa:
una mancha negra sobre papel,
como una enfermedad
o la idea que tenemos de la enfermedad.

La hiedra en cambio
no tiene ideas.
Si se enferma, muere.
La niña tiene ideas,
se enferma, muere.
Pero la hiedra estaba sana,
seguía creciendo,
empezaba a invadir la casa del vecino.
El vecino tullido que vive con su madre,
la madre obesa,
la familia descompensada
que tenemos de vecinos.
De todas formas, la cortaron de raíz
aunque estaba sana,
de un verde temperamental.
No porque tuviera ideas la planta
sino por cosas que explicaría mejor
un biólogo o un botánico
o tal vez la gorda de al lado
que vive hablando de su jardín,
del jardín y de la voluntad de un dios
que le envió un hijo tullido
como castigo tal vez,
por obesa,
por gorda,
por solterona,
por vecina,
por que sí.

Porque no hay razón para nada,
un día algo está sano,
la mañana siguiente lo arrancan de raíz.
Un día se tiene dieciséis
y la vida es una extensa playa en la tarde,
la arena tatuada con huellas de pájaros marinos.
Y ese momento dura lo que dura
una canción que se repite
hasta entrar en el sueño
mientras lo demás sigue creciendo,
dentro y fuera,
en silencio,
lejos de la simetría,
con determinación.